Brasil tiene la oportunidad de crear una nueva etapa de gobernanza climática global » Yale Climate Connections

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La trigésima Conferencia de las Partes o la COP30, que se celebrará del 10 hasta el 21 de noviembre de 2025 en Belém do Pará, Brasil, representa un punto de inflexión para la gobernanza climática internacional. América Latina y el Caribe no pueden continuar como observadores pasivos de decisiones que determinan su futuro ambiental.

América Latina y el Caribe constituyen una de las regiones más vulnerables al cambio climático. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, los desastres climáticos provocan pérdidas anuales equivalentes al 1.5 % del Producto Interno Bruto regional y amenazan con revertir décadas de avances en desarrollo humano. Los países del Caribe enfrentan riesgos existenciales derivados del aumento del nivel del mar, la erosión costera y la intensificación de ciclones tropicales, el aumento de las olas de calor, entre otros efectos.

La justicia climática, en este contexto, no constituye una aspiración moral, sino una condición esencial para la supervivencia de los países más vulnerables. La COP30 debe centrarse en impulsar políticas de adaptación integradas que fortalezcan las infraestructuras resilientes, los sistemas de alerta temprana, la diversificación energética y la educación ambiental. En este escenario, Brasil, por su liderazgo regional y su papel estratégico en la Amazonía y en todo Suramérica, podría promover un Pacto Amazónico-caribeño enfocado en el intercambio de conocimiento, tecnología y financiamiento, consolidando una red de cooperación Sur-Sur. Esta red fomentaría la colaboración entre América Latina, el Caribe, África y Asia, regiones que comparten desafíos que representa el cambio climático y la desigualdad social, y que pueden avanzar juntas hacia un desarrollo más justo y sostenible.

Teniendo como escenario un escepticismo creciente hacia la eficacia de las cumbres climáticas, la elección de Brasil como sede ofrece una oportunidad para revitalizar el liderazgo del sur global. El desafío ya no consiste solo en reducir emisiones, sino en redefinir el modelo de desarrollo hacia uno que respete los límites planetarios, promueva la equidad intergeneracional y fortalezca la resiliencia colectiva frente a la emergencia climática.

La región latinoamericana, junto con el Caribe, enfrenta impactos desproporcionados de un problema: aumento del nivel del mar, intensificación de huracanes, desertificación, pérdida de biodiversidad y presiones socioeconómicas asociadas. El simbolismo de que la próxima cumbre se realice en la Amazonía, el “pulmón del planeta” trasciende lo ambiental y se proyecta como una oportunidad política sin precedentes para que el sur global redefina las reglas del sistema climático internacional.

Brasil posee una posición de prestigio dentro de la diplomacia ambiental. Alberga el 60 % de la selva amazónica, considerada el mayor sumidero de carbono terrestre del planeta, y es una de las economías emergentes más influyentes. Tras años de políticas de deforestación acelerada, el gobierno del Presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha anunciado metas ambiciosas de reforestación, transición energética y cooperación regional. En el plano internacional, Brasil puede ejercer un liderazgo puente entre los intereses del norte industrializado y las demandas históricas del sur global.

Sin embargo, recientemente el presidente brasileño le ha dicho a la BBC que, “”Estoy totalmente a favor de un mundo que algún día no necesite más combustibles fósiles, pero ese momento aún no ha llegado.“” Y añadió, “”Quiero saber si existe algún país en el planeta que esté preparado para hacer una transición energética y pueda renunciar a los combustibles fósiles.”” Pero otros países latinoamericanos sí han logrado mucho en los últimos años, como Uruguay, por ejemplo, que el 98% de su energía proviene de fuentes renovables.

Y el gobierno de Brasil acaba de dar a Petrobras, una empresa petrolera brasileña semipública, un permiso ambiental para comenzar a buscar petróleo en el delta del Amazonas.

El fracaso de la COP29 en Bakú, Azerbaiyán en 2024, evidenció las limitaciones estructurales del actual modelo de gobernanza climática global. A pesar de las reiteradas declaraciones de compromiso, las promesas de financiamiento climático de los países desarrollados continúan muy por debajo de los 100.000 millones de dólares anuales acordados en la COP15 de Copenhague (2009), meta que debía alcanzarse para apoyar la mitigación y la adaptación en el sur global. Más aún, una proporción significativa de esos fondos se ha canalizado en forma de préstamos y no de subvenciones, lo que incrementa el endeudamiento de las economías más vulnerables y contradice el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas establecido en el Acuerdo de París.

Esta brecha entre la retórica y la acción ha generado una profunda desconfianza hacia las cumbres climáticas, percibidas cada vez más como espacios de negociación simbólica más que de transformación real. Las decisiones pospuestas, la falta de mecanismos vinculantes y la resistencia de las potencias emisoras a asumir compromisos proporcionales a su responsabilidad histórica alimentan la sensación de estancamiento.

Así, la COP29 no solo falló en consolidar un nuevo marco financiero, sino que reforzó la percepción de que las conferencias han sido incapaces de traducir la urgencia científica en voluntad política efectiva, lo que plantea la necesidad de replantear la arquitectura institucional de las futuras negociaciones climáticas.

Sin una estructura financiera pronosticable, transparente y accesible, la adaptación seguirá siendo una meta inalcanzable. Además, los mecanismos de mercado como los créditos de carbono deben exigir regulaciones más estrictas para evitar prácticas de “greenwashing” y garantizar beneficios reales a las comunidades locales. Brasil podría desempeñar un papel decisivo al proponer estándares regionales para los mercados de carbono y fortalecer la cooperación técnica entre países amazónicos y caribeños.

El retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París en 2017 y en 2025 bajo las administraciones de Trump, supuso un retroceso significativo en la política climática global. Esta decisión redujo la presión diplomática sobre otros grandes emisores y debilitó la confianza en el multilateralismo ambiental. Aunque el gobierno de Biden reincorporó al país en 2021, el daño a la credibilidad de la cooperación internacional fue profundo.

Si la COP30 logra institucionalizar compromisos multilaterales más resilientes, menos condicionados por los vaivenes políticos de Washington, podría inaugurarse una nueva etapa de gobernanza policéntrica y sostenible. En el escenario transformador, Brasil conseguiría articular una coalición del sur global que impulse compromisos vinculantes sobre financiamiento y deforestación cero, además de consolidar el Fondo de Pérdidas y Daños, un fondo financiero establecido para ayudar a los países en desarrollo, especialmente a los más vulnerables, para afrontar las consecuencias ocasionadas por los impactos del cambio climático, así como los fenómenos meteorológicos extremos o el aumento del nivel del mar. 

El desenlace dependerá de la capacidad de convergencia entre la voluntad política de los países industrializados y la presión coordinada de los países en desarrollo. La ubicación de la cumbre en la Amazonía ofrece una oportunidad única para visibilizar la interdependencia entre ecosistemas, economías y justicia social.

La credibilidad del Acuerdo de París depende de que esta cumbre logre traducir compromisos en acciones verificables y en mecanismos de financiamiento justos. Brasil, como anfitrión y potencia ambiental, tiene la responsabilidad de ejercer un liderazgo inclusivo que priorice la equidad y la cooperación regional.

El sur global dispone del capital natural, el conocimiento científico y la legitimidad moral, lo qué son necesarios para reclamar un nuevo pacto climático basado en corresponsabilidad y justicia. Si la COP30 consigue articular esa visión, podría marcar el inicio de una nueva etapa de gobernanza climática global; de lo contrario, confirmará la tendencia de cumbres retóricas incapaces de frenar la crisis más urgente del siglo XXI.

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